
Hace dos años falló el compost. El famoso compost de mi abuela, la pila de hojas y prado cortado que día a día hormigas y gusanos y cochinitas y bastante partícula invisible convierten en tierra lo que era tierra. La primera ronda de maíz aguantó, pero la arveja no inyectó la tierra del nitrógeno prometido, y la segunda vuelta de arveja se disfrazó de un manto gris y mohoso mientras que el maíz produjo unas mazorquitas insípidas y podridas en la punta. El maíz agota el suelo tan rápido. Pero, y las lechugas…
No veo para qué más sirve la huerta, tal vez como ejercicio de des-alienación en el sentido más marxista, pero más como ejercicio de valor local. Iba a decir que este país, que conozco poco, es tierra. Pero es más bien mi breve experiencia que es tierra y la muy antimoderna y poco elegante noción de lo local. Mi generación es diáspora pura y en mi familia ya nadie vive en un solo lugar, ni siquiera eso. Inmigrar—con opción de volver, pero con residencia, pasaporte y planes a futuro—nos cambió a la familia. Sin tierras ni nombre y solo un apartamentito estudiantil, supimos encontrarnos como amigos, mi mamá, mi papá y su actual mujer, mi hermano, mi hermana (hija del segundo matrimonio de mi papá) y yo. Ahora, somos amigos, sin más lazo que la voluntad de hablar, que está muy bien pero se siente solo, no tener la obligación de estar. Que es lo me unirá al novio canadiense que vive en Hong Kong, a trece horas de acá, la voluntad, que es lo que me unirá a esta ciudad, la voluntad.