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miércoles, 25 de marzo de 2009

sin abono no hay tierra


Hace dos años falló el compost. El famoso compost de mi abuela, la pila de hojas y prado cortado que día a día hormigas y gusanos y cochinitas y bastante partícula invisible convierten en tierra lo que era tierra. La primera ronda de maíz aguantó, pero la arveja no inyectó la tierra del nitrógeno prometido, y la segunda vuelta de arveja se disfrazó de un manto gris y mohoso mientras que el maíz produjo unas mazorquitas insípidas y podridas en la punta. El maíz agota el suelo tan rápido. Pero, y las lechugas…

Después de la primera vuelta, las otras lechugas nunca quisieron pegar, no en el parche regado con gallinaza, no en los pedazos donde roté juiciosa y sembré fríjol sólo por el nitrógeno y por repetir el experimento de primaria de fríjol+algodón+caucho= planta dicotiledónea en germinación transparente. Tampoco ayudaron las banderas budistas de adorno, las palabras de ánimo susurradas mientras desyerbaba a falta de pesticidas bravos y fertilizantes de tarro.


Vuelve el compost este año, paleado con un nuevo ayudante en la finca, esta vez con más ciencia y mejor nombre: bocashi, lo llama la cartillita, y trae gallinaza, carbón molido, cascarilla, tierra y melaza. El semillero viene en una semana, preparar las camas de la huerta en dos y el transplante, ojalá en cuatro—patas y semanas. Luego, después de fuerte trabajo de convencimiento (mi mamá odia las gallinas pero adora los huevos), dos ponedoras.

 ¿Queda otra opción más que sembrar, acá, donde el trancón espanta, la gente que conocía ya no está, la que quiero no quiere esto, y los amarres de la comodidad amansan el camino laboral y la billetera?

No veo para qué más sirve la huerta, tal vez como ejercicio de des-alienación en el sentido más marxista, pero más como ejercicio de valor local. Iba a decir que este país, que conozco poco, es tierra. Pero es más bien mi breve experiencia que es tierra y la muy antimoderna y poco elegante noción de lo local. Mi generación es diáspora pura y en mi familia ya nadie vive en un solo lugar, ni siquiera eso. Inmigrar—con opción de volver, pero con residencia, pasaporte y planes a futuro—nos cambió a la familia. Sin tierras ni nombre y solo un apartamentito estudiantil, supimos encontrarnos como amigos, mi mamá, mi papá y su actual mujer, mi hermano, mi hermana (hija del segundo matrimonio de mi papá) y yo. Ahora, somos amigos, sin más lazo que la voluntad de hablar, que está muy bien pero se siente solo, no tener la obligación de estar. Que es lo me unirá al novio canadiense que vive en Hong Kong, a trece horas de acá, la voluntad, que es lo que me unirá a esta ciudad, la voluntad.