En Nueva York y Chicago, cuenta un artículo del NYTtimes, está en boga tener huertas en terrazas y azoteas. El motivo: los jardines y huertas en los techos bajan la temperatura de los edificios en el verano, disminuyendo el consumo de energía de los aires acondicionados. Hay un movimiento de huertistas urbanos Green Roofs for a Healthy City (hay asociaciones también en México y Brasil), un restaurante en NY que vende comida cultivada en techos, hay gente que venden sus productos en la ciudad y otros que usan la huerta como actividad pedagógica.
En Ciudad Bolívar, Bogotá, existe un jardín urbano, el de la familia Mesa, que arrancó como parte de un proyecto financiado por la Fundación Corona. Trabajaban los cajones de vegetales madres de familia y de paso procuraban alimento para sus familias. El lote baldío donde tenían los jardines fue reclamado por alguien y de los cuatro cajones quedó uno en la azotea de la casa de los Mesa. Elizabeth y Nacho vivían en esa casa hasta hace una semana, y ahora están en el centro, felices de cambiar de ambiente, tristes de perder la mejor y más amplia vista que alguien pueda tener de esta ciudad: al fondo se ve la planicie de la sabana cubierta de gris; al frente, encajonado entre las montañas y regándose por su frente como pintura color burro-al-trote, se ve el barrio La Victoria; por detrás hay una cantera la hijueputa donde hace unos años había una montaña con árboles y un río de agua helada y limpia donde los vecinos iban a bañarse y a volar cometas; y al pie de la casa Mesa sólo se ve un mar de tejas de zinc, pisadas con ladrillos, llantas y piedras, y patios con gente colgando ropa .
El cajón de madera, que está ubicado debajo de ropa tendida en cuerdas, mide 2.5 x 1m. y está lleno de matas de quinua, excepto una solitaria mata de caléndula. Recogimos un poco de quinua y la limpiamos pacientemente entre los cuatro, mientras Nacho y Elizabeth nos hablaban a Joaquín y a mí sobre el atropello ecológico de Cemex y Holcim, las canteras que ahora rodean los barrios de por allá y el trabajo comunitario contaminado por la proyectitits (ya nadie mueve un dedo si no hay billete de por medio, billete que rueda por Ciudad Bolívar, donde la competencia por ong-dollars es fuerte).
Después de limpiar quinua (que generosamente nos regalaron, además de semillas de cilantro y lechuga), visitamos la biblioteca que Nacho dirige y en la que Elizabeth ha trabajado desde que tenía 9 años. Allá acaban de instalar un estudio de grabación con una consola, un Mac, micrófonos, audífonos y un estudio forrado de asilamiento casero, todo esto donado por un par de ingleses que prometieron, tras su estadía, instalar un campo de tejo en Londres. En la biblioteca también atienden cursos de aceleración para niños y jóvenes entre los 8 y los 15 que no han acabado la primaria o que no saben ni leer ni escribir.
No espero cambiar el mundo, dice Nacho, que va, pero ojalá influenciar así sea un poco a pelados que sólo cogen calle, que los papás ya no los apoyan y exigen que vuelvan a la casa por algo de plata, pelados que terminan muertos en las luchas territoriales de policías, paras y pandillas de a poquitos, de a uno o dos, no en masa como antes, porque se llama mucho la atención. La plaza enfrente de la biblioteca (que sólo tiene dos árboles; allá en Ciudad Bolívar no hay árboles) hay una escultura en metal diseñada por un amigo de Nacho para conmemorar la masacres de un grupo de jóvenes hace cerca de diez años.
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