Empieza pues la etapa urbana de esta huerta, etapa plenamente natural ya que solo basta afinar la mirada a la forma particular que tienen las hojas y la disposición que adoptan para ver que en lotes sobre la circunvalar hay matas calabaza y tomates de árbol, que por el caño de la 74 hay decenas de matas de curuba enredadas en las copas de los árboles, que una casa abandonada en La Perseverancia se la tomó una monstruosa mata de curuba, que de un pino enorme en la 74, y a la altura de unos 5 metros sobre el cemento, cuelgan dos calabazas (o extraños zuchinis bulbosos) de unos dos kilos cada una, que la subida al monte por la quebrada de la Vieja está salpicada de arbustos de moras ácidas, que en un edificio de la 69 un genio dejó prosperar en una reja de unos diez metros de larga la curubitácea más prolija que haya soñado la Madre Passiflora, y que entre el jardín de una casa de la 80 así como en la terraza de una casa del Juan Pablo Segundo se dan los tomates y la quinua.
Bogotá se alimenta de los andenes y las tapias y sólo puedo sospechar que también se suple de bareta de los baldíos así como de remezcla de bazuco de las paredes. Incluida en esta suprema fantasía de autosuficiencia, arranco la semana con una nueva rutina, la de regar las maticas, que con el verano que se avecina, si no me aguzo velaré mis lechugas.
Nota: el gallinero ya casi está listo. Faltan las puertas y las gallinas. Gracias a los colaboradores: Pinti, Felipe, Blanca y José.