lunes, 30 de marzo de 2009

la asincronia de la inmigracion


De mi generación del colegio, de los 35 que nos graduamos, sé de unos 15 que viven por fuera. Estudian o trabajan pero por fuera del país, de donde salieron, la mayoría, después de hacer su pregrado. Cuando nos graduamos, en 1999, ya había pasado el año más duro de la recesión, durante la cual el 30% de los estudiantes de mi colegio tuvo que retirarse. Pedir plata para el cine en esos años era una tragedia y los planes eran caseros, y siempre acabábamos en las casas donde había más mercado. Pero bien, ninguno de nuestro curso salió en desbandada motivo pensión.


En esos años se dio la diáspora dura de colombianos al exterior, creo yo, en proporciones que jamás se habían visto. Pronto Queens tuvo tiendas paisas y a Miami se le llamaba “el norte de Bogotá”. Supe de una pareja, por ejemplo, que salió tocando el cielo con las manos, después de que al señor le habían ofrecido un puesto de gerente de una puntocom. Estalló la burbuja y pronto su mujer tuvo que tomar reservaciones en un restaurante de Manhattan. 

Mi familia salió también en esos años. La mitad por voluntad propia (mi mama, mi hermano y yo llegamos con visa de residencia) y la otra mitad (mi papa, su esposa y mi hermana llegaron como refugiados) a la fuerza. En Montreal la colonia colombiana bullía. O bulle. No sé. Me he

encontrado a mucho colombiano ex-montrealés por acá. En el consuladito, así llamábamos el apartamento de un amigo colombiano, hacíamos fiestas colombianas, salsa a toda, aguardiente encaletado y precioso traído por algún familiar, un paquete de pielroja valioso y en un año nuevo hasta lechona se comió. El apartamento era mágico, para que. De las fiestas que hicimos, por más de cinco años (quizás un total de 10 fiestas apoteósicas que culminaban con desayuno en el greasespoon de la esquina, la Casse Croute), nunca jamás llegó la policía a clausurarnos, ni los vecinos se quejaban (incluso cuando la fila para entrar al apartamento llegaba hasta el ascensor). Ahí se le enseñó a bailar salsa a varias canadienses que usaban el sustantivo como verbo (oh, I love to salsa!); ahí se arregló el país en noches menos agitadas; se cantó con el corazón herido a Marco Antonio Solís, mexicanos y colombianos, emocionados después de ver Y tu mamá también; ahí se guasquió mi hermano sobre una pila de 50 abrigos de invierno después de tomar demasiado aguardiente (precioso y lejano) y ahí lo atendió una Florence Nightingale canadiense, consintiéndole la cabeza con sus súper tetas.

Pero volví, tercamente, y no estúpidamente, creo. Hasta que… En Montreal el frío pega duro, la gente vive como en aeropuerto, entrando y saliendo, de intercambios, si no se habla el francés pesado quebecois no hay trabajo y si se habla, entonces los salarios son menores que en Toronto; los parques son bonitos en veranos y los festivales mucho más, gratis y con potentes grupos de música que tocan y tocan, pero… El pero siempre fue el que siempre teníamos las noches de arreglar el país: que Canadá no era Colombia. Punto. En Canadá todo está hecho, y lo que no, no nos importaba, porque la idea era volver, devolver, porque finalmente, los que volvimos, nunca tuvimos problema acá. Obviamente, la niña que secuestraron en el Focker de Avianca con Lezli Kalli, la que iba a nuestras fiestas a veces, esa sí no volvió. Ni pendeja.

Ahora que volví, todos mis amigos se fueron. Claro. A hacer sus maestrías, o doctorados, a irse de la Bogotá asfixiante de la que no veían la hora de huir, y yo de volver. La asincronía de la inmigración es así: uno nunca esta cuando toca, donde toca. Si la abuela se muere, uno está acomodando gente en las sillas de un teatro; si los amigos se casan, uno está graduándose de alguna universidad de columnatas de piedra y banderas en latín. Es tan ridícula la falta de coincidencias, que un amigo con el que estudié allá ni me lo encontré en Bogotá, cuando por acá estuvo, ni en Montreal, cuando por allá volvió, sino en Tailandia, adonde yo ni siquiera tenía planeado ir…

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