sábado, 28 de marzo de 2009

sembrado de perros


Por la bajada que es bien inclinada hay mandarinos, naranjos y limones sembrados. Cuando hay cosecha, se ven desde la casa las naranjas ombligonas adornar los árboles. Delante de mí baja la colección de perros, unos brincando y otros en formas misteriosas. Cocacola siempre ha tenido bichos en la barriga y camina como el conejito de energizer con el culo raspando el pasto sin tener la más mínima conciencia de lo ridícula que se ve. Brandy se pone de lado y usa las patitas como remos para rascarse todo el costado. Junior, Chanda y Ónix corren detrás del palito que lanzo para que se quiten y no me tumben. Bueno, eso era así.

Hace seis meses, cerca de mis pies ronroneaba la Juancha, una labradora obesa con espíritu de mártir que se acostaba en medio de la lluvia con el hocico apoyado sobre las patas cremas y amarillas a que saliéramos de la casa. Hace un año, bajaba entonces con pasos pesados Brusca, bautizada en honor a una perra vieja de mis abuelos. Esta Brusca, (menos brusca pues la otra casi me muerde hace mil años cuando me acerqué a acariciarla en el hall de entrada de la casa de mis abuelos, un hall de tableta negra muy polichada, donde unos muebles chinos rígidos, incómodos y según mi mamá bonitos, invitaban a seguir y no esperar sentado), había perdido el útero hacía años cuando se le pudrió la camada de perros adentro. La veterinaria le sacó ocho cachorritos ya formados y con pelo, unos cubiertos de lama verde oscura, otros de una baba transparentes, todos muertos. Mientras ella fumaba un pielroja para espantar el olor a orines y a gangrena, yo buscaba una salida poco glamorosa pero eficaz.

Al lado de Brusca bajaba por entre los naranjos la diferente, la guaimarana, Kika, asesinada con un pedazo de pan envenado. Brusca, muerta de tumores y vejez. Juancha, tumbada por un cáncer que la invadió como buchón de laguna. 

Y hace un día, Ónix, víctima de su propio invento de gruñirle a un perro más joven y con mejores muelas.

Al final de la bajada, hacia la izquierda, pasando por debajo de un naranjito kumquat, a la derecha del madroño de enormes hojas verdes oscuras, donde antes había cafetales raquíticos repletos de roya, por ahí está la huerta.

Estará y estaba. Estaba hace dos años: demasiadas hileras de lechuga Boston, seis matas de tomate chonto sembrado entre caléndulas y albahacas ya maduras para espantar los plagos (¡falso! Los tomates se cubrieron de unas siniestras pecas negras, mensajeras de una maldita e irreparable podredumbre), tres lulos (les faltó frío y sólo dieron un par de pepas peludas y sólidas, pero la flor… una cosita peluda, de pétalos blancos con rosado y pistilos amarillos), unas cuantas espinacas lelas, un parche de perejil que era mi orgullo pero imposible de consumir (¿quien come perejil?) y un perímetro de alambre para mantener a los canchosos lejos. Ahí volverá la huerta, esta vez con menos lechuga, con más variedad y un total de tres camas donde dormirán entrepiernados plántulas y Bocashi.

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