lunes, 13 de abril de 2009

tomates, de la nevera a la tierra


En un lugar  leí que frente a una cultura global y unificadora tocaba aplicar una ética local como forma de resistencia al consumismo. O eso me inventé después de leer algo en algún lado, excelente justificación para mi proyecto de huerta, que nació de una humilde epifanía en un seminario de marxismo en McGill. Y la revelación iba más o menos así:

Mi nevera à Carulla à tomates à sembrado de tomates à ¿Cómo es una mata de tomate, mi fruta-verdura favorita, la más fumigada, pervertida y sospechosamente roja y lozana fruta-verdura?

Seis meses después descubrí que el tomate orgánico, al menos en mis manos, no iba a pasar de ser una linda fantasía gracias a los bichos de la finca.

Pero soy terca, y otra vez hay pequeñitas hojas de tomate (que son alargadas, con un corte zig-zag como la hoja de la marihuana, el tallo es morado y peludo y el olor astringente) en la huerta.

También transplanté algunas lechugas (las otras las transplantó José) (otras Julio, amigo y voluntario de la huerta del fin de semana), colgué las habichuelas y arvejas que crecen con enjundia y bravura y putié a la Chanda que entre ladridos y batidas de cola pisoteó la zona de lechugas y de milagro no aplastó ni uno de las plántulas, que son como filamentos que se alzan casi transparentes y buscan el sol con un par de hojas ovaladas.

Otra buena noticia para la huerta: recibiré de Nueva York, vía mi amiga Juliana un cargamento de semillas de arveja. Cinco o seis variedades de nombres suculentos: sugar snap, oregon giant, blue-podded, asparagus, una de vaina roja y alargada y otra que el nombre rima con Behemoth. Maravilla. 

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