martes, 31 de marzo de 2009

El semillero. La competencia. Mama siembra dudas. Yo le meto fe.

Se decidió, o José decidió, que al bocashi tocaba echarle cascarilla seca (dos bultos que llegaron en la moto de Ferney, junto con el concentrado de los perros); yo decidí que al bocashi y a la cascarilla tocaba echarle tierra normal; y luego mi mamá llegó decidió que el método científico funcionaba mejor: haz pruebas con plantas ya adultas a ver si tu abono sí funciona… es que yo nunca había visto un semillero con cascarilla. (Frase con la que prepara el terreno para decirme, triunfalmente y con cara de mamá, "te lo advertí".)

Humph.

A la mañana siguiente espolvoreo el semillero con la fina agua que bota la rociadora con atomizador, la misma que mi abuela usaba recelosamente en los bonsái, la misma rociadora que usábamos a escondidas en guerras de agua, la que era “traída, mijita”. 

Traído era todo lo que ella y mi abuelo habían cargado en una maleta viniendo de Miami o de Paris, junto con regalos de emergencia para eventos imprevistos (tenían un cajón lleno de tesoritos nuevos que nunca regalaban: juegos de naipes Kem, bandejas francesas con paisajes caricaturescos, cucharas de plata, bufandas, un colchón de inflar para la piscina, ¿una navaja suiza?, llaveros que respondían a un silbido como el que tenía mi profesor de tenis en Bucaramanga). Era traída, la regadera, la de mango verde coronada por un pistón también verde con el que se le metía aire, al principio suave subía y bajaba el pistón y luego más duro y más duuuuro hasta que pift!, con sólo tocar el gatillo salía un chorro a metro y medio de distancia. La bomba la ponían en un poyo enchapado en lajas de piedra pizarra que estaba al final d

e las escaleras que llevaban al segundo piso de la casa, debajo de una ventana enrejada que daba a la calle con urapanes y casas todas grandes, con jardín, tapia de piedra, bella helenas, setos de ficus y hiedras en las jardineras. En ese poyo ponían algunos bonsái, los que iban a vender o los que no aguantaban el frío del jardín ni del cobertizo de plástico viejo donde guardaban el resto. (Al lado del cobertizo, cruzando una reja enorme y temblereca estaba el chut de la basura, una chimenea de ladrillo que bajaba de la cocina donde caían en unas canecas mordisqueadas los desechos de comida.)

Bueno, una bomba así. 

Después de rociar, Blanca me mostró su huerta, sembrada más o menos el día que hice el abono con José. La huerta de ella consiste en un par de materas cuadradas con pimentones ya de un centímetro, un alegre parche de cilantro y hasta tomate! Me prometí no sembrar tomate, evitarme la decepción, pero si Blanca quiere competencia, la tendrá. Voy a sembrar tomates también en la terraza de Bogotá a ver si sí, con abono del que Blanca se ríe, y ya verá! Más bien, ya veré. De tanto cariño voy a ahogar el semillero. 

lunes, 30 de marzo de 2009

la asincronia de la inmigracion


De mi generación del colegio, de los 35 que nos graduamos, sé de unos 15 que viven por fuera. Estudian o trabajan pero por fuera del país, de donde salieron, la mayoría, después de hacer su pregrado. Cuando nos graduamos, en 1999, ya había pasado el año más duro de la recesión, durante la cual el 30% de los estudiantes de mi colegio tuvo que retirarse. Pedir plata para el cine en esos años era una tragedia y los planes eran caseros, y siempre acabábamos en las casas donde había más mercado. Pero bien, ninguno de nuestro curso salió en desbandada motivo pensión.


En esos años se dio la diáspora dura de colombianos al exterior, creo yo, en proporciones que jamás se habían visto. Pronto Queens tuvo tiendas paisas y a Miami se le llamaba “el norte de Bogotá”. Supe de una pareja, por ejemplo, que salió tocando el cielo con las manos, después de que al señor le habían ofrecido un puesto de gerente de una puntocom. Estalló la burbuja y pronto su mujer tuvo que tomar reservaciones en un restaurante de Manhattan. 

Mi familia salió también en esos años. La mitad por voluntad propia (mi mama, mi hermano y yo llegamos con visa de residencia) y la otra mitad (mi papa, su esposa y mi hermana llegaron como refugiados) a la fuerza. En Montreal la colonia colombiana bullía. O bulle. No sé. Me he

encontrado a mucho colombiano ex-montrealés por acá. En el consuladito, así llamábamos el apartamento de un amigo colombiano, hacíamos fiestas colombianas, salsa a toda, aguardiente encaletado y precioso traído por algún familiar, un paquete de pielroja valioso y en un año nuevo hasta lechona se comió. El apartamento era mágico, para que. De las fiestas que hicimos, por más de cinco años (quizás un total de 10 fiestas apoteósicas que culminaban con desayuno en el greasespoon de la esquina, la Casse Croute), nunca jamás llegó la policía a clausurarnos, ni los vecinos se quejaban (incluso cuando la fila para entrar al apartamento llegaba hasta el ascensor). Ahí se le enseñó a bailar salsa a varias canadienses que usaban el sustantivo como verbo (oh, I love to salsa!); ahí se arregló el país en noches menos agitadas; se cantó con el corazón herido a Marco Antonio Solís, mexicanos y colombianos, emocionados después de ver Y tu mamá también; ahí se guasquió mi hermano sobre una pila de 50 abrigos de invierno después de tomar demasiado aguardiente (precioso y lejano) y ahí lo atendió una Florence Nightingale canadiense, consintiéndole la cabeza con sus súper tetas.

Pero volví, tercamente, y no estúpidamente, creo. Hasta que… En Montreal el frío pega duro, la gente vive como en aeropuerto, entrando y saliendo, de intercambios, si no se habla el francés pesado quebecois no hay trabajo y si se habla, entonces los salarios son menores que en Toronto; los parques son bonitos en veranos y los festivales mucho más, gratis y con potentes grupos de música que tocan y tocan, pero… El pero siempre fue el que siempre teníamos las noches de arreglar el país: que Canadá no era Colombia. Punto. En Canadá todo está hecho, y lo que no, no nos importaba, porque la idea era volver, devolver, porque finalmente, los que volvimos, nunca tuvimos problema acá. Obviamente, la niña que secuestraron en el Focker de Avianca con Lezli Kalli, la que iba a nuestras fiestas a veces, esa sí no volvió. Ni pendeja.

Ahora que volví, todos mis amigos se fueron. Claro. A hacer sus maestrías, o doctorados, a irse de la Bogotá asfixiante de la que no veían la hora de huir, y yo de volver. La asincronía de la inmigración es así: uno nunca esta cuando toca, donde toca. Si la abuela se muere, uno está acomodando gente en las sillas de un teatro; si los amigos se casan, uno está graduándose de alguna universidad de columnatas de piedra y banderas en latín. Es tan ridícula la falta de coincidencias, que un amigo con el que estudié allá ni me lo encontré en Bogotá, cuando por acá estuvo, ni en Montreal, cuando por allá volvió, sino en Tailandia, adonde yo ni siquiera tenía planeado ir…

sábado, 28 de marzo de 2009

sembrado de perros


Por la bajada que es bien inclinada hay mandarinos, naranjos y limones sembrados. Cuando hay cosecha, se ven desde la casa las naranjas ombligonas adornar los árboles. Delante de mí baja la colección de perros, unos brincando y otros en formas misteriosas. Cocacola siempre ha tenido bichos en la barriga y camina como el conejito de energizer con el culo raspando el pasto sin tener la más mínima conciencia de lo ridícula que se ve. Brandy se pone de lado y usa las patitas como remos para rascarse todo el costado. Junior, Chanda y Ónix corren detrás del palito que lanzo para que se quiten y no me tumben. Bueno, eso era así.

Hace seis meses, cerca de mis pies ronroneaba la Juancha, una labradora obesa con espíritu de mártir que se acostaba en medio de la lluvia con el hocico apoyado sobre las patas cremas y amarillas a que saliéramos de la casa. Hace un año, bajaba entonces con pasos pesados Brusca, bautizada en honor a una perra vieja de mis abuelos. Esta Brusca, (menos brusca pues la otra casi me muerde hace mil años cuando me acerqué a acariciarla en el hall de entrada de la casa de mis abuelos, un hall de tableta negra muy polichada, donde unos muebles chinos rígidos, incómodos y según mi mamá bonitos, invitaban a seguir y no esperar sentado), había perdido el útero hacía años cuando se le pudrió la camada de perros adentro. La veterinaria le sacó ocho cachorritos ya formados y con pelo, unos cubiertos de lama verde oscura, otros de una baba transparentes, todos muertos. Mientras ella fumaba un pielroja para espantar el olor a orines y a gangrena, yo buscaba una salida poco glamorosa pero eficaz.

Al lado de Brusca bajaba por entre los naranjos la diferente, la guaimarana, Kika, asesinada con un pedazo de pan envenado. Brusca, muerta de tumores y vejez. Juancha, tumbada por un cáncer que la invadió como buchón de laguna. 

Y hace un día, Ónix, víctima de su propio invento de gruñirle a un perro más joven y con mejores muelas.

Al final de la bajada, hacia la izquierda, pasando por debajo de un naranjito kumquat, a la derecha del madroño de enormes hojas verdes oscuras, donde antes había cafetales raquíticos repletos de roya, por ahí está la huerta.

Estará y estaba. Estaba hace dos años: demasiadas hileras de lechuga Boston, seis matas de tomate chonto sembrado entre caléndulas y albahacas ya maduras para espantar los plagos (¡falso! Los tomates se cubrieron de unas siniestras pecas negras, mensajeras de una maldita e irreparable podredumbre), tres lulos (les faltó frío y sólo dieron un par de pepas peludas y sólidas, pero la flor… una cosita peluda, de pétalos blancos con rosado y pistilos amarillos), unas cuantas espinacas lelas, un parche de perejil que era mi orgullo pero imposible de consumir (¿quien come perejil?) y un perímetro de alambre para mantener a los canchosos lejos. Ahí volverá la huerta, esta vez con menos lechuga, con más variedad y un total de tres camas donde dormirán entrepiernados plántulas y Bocashi.

miércoles, 25 de marzo de 2009

sin abono no hay tierra


Hace dos años falló el compost. El famoso compost de mi abuela, la pila de hojas y prado cortado que día a día hormigas y gusanos y cochinitas y bastante partícula invisible convierten en tierra lo que era tierra. La primera ronda de maíz aguantó, pero la arveja no inyectó la tierra del nitrógeno prometido, y la segunda vuelta de arveja se disfrazó de un manto gris y mohoso mientras que el maíz produjo unas mazorquitas insípidas y podridas en la punta. El maíz agota el suelo tan rápido. Pero, y las lechugas…

Después de la primera vuelta, las otras lechugas nunca quisieron pegar, no en el parche regado con gallinaza, no en los pedazos donde roté juiciosa y sembré fríjol sólo por el nitrógeno y por repetir el experimento de primaria de fríjol+algodón+caucho= planta dicotiledónea en germinación transparente. Tampoco ayudaron las banderas budistas de adorno, las palabras de ánimo susurradas mientras desyerbaba a falta de pesticidas bravos y fertilizantes de tarro.


Vuelve el compost este año, paleado con un nuevo ayudante en la finca, esta vez con más ciencia y mejor nombre: bocashi, lo llama la cartillita, y trae gallinaza, carbón molido, cascarilla, tierra y melaza. El semillero viene en una semana, preparar las camas de la huerta en dos y el transplante, ojalá en cuatro—patas y semanas. Luego, después de fuerte trabajo de convencimiento (mi mamá odia las gallinas pero adora los huevos), dos ponedoras.

 ¿Queda otra opción más que sembrar, acá, donde el trancón espanta, la gente que conocía ya no está, la que quiero no quiere esto, y los amarres de la comodidad amansan el camino laboral y la billetera?

No veo para qué más sirve la huerta, tal vez como ejercicio de des-alienación en el sentido más marxista, pero más como ejercicio de valor local. Iba a decir que este país, que conozco poco, es tierra. Pero es más bien mi breve experiencia que es tierra y la muy antimoderna y poco elegante noción de lo local. Mi generación es diáspora pura y en mi familia ya nadie vive en un solo lugar, ni siquiera eso. Inmigrar—con opción de volver, pero con residencia, pasaporte y planes a futuro—nos cambió a la familia. Sin tierras ni nombre y solo un apartamentito estudiantil, supimos encontrarnos como amigos, mi mamá, mi papá y su actual mujer, mi hermano, mi hermana (hija del segundo matrimonio de mi papá) y yo. Ahora, somos amigos, sin más lazo que la voluntad de hablar, que está muy bien pero se siente solo, no tener la obligación de estar. Que es lo me unirá al novio canadiense que vive en Hong Kong, a trece horas de acá, la voluntad, que es lo que me unirá a esta ciudad, la voluntad.

martes, 24 de marzo de 2009

semilla de blogguerta


Ya casi son dos años desde la cosecha de la primera vuelta del maíz, dulce, Monsanto a mi pesar, pero orgánico. Eran nueve hileras, cada una con unas diez o doce matas, que (supongo, aún no se) crecieron menos de lo normal, florecieron de afán y botaron cada una mazorcas dulces, un poco agujereadas por un gusano café de tripas verdosas (y lo sé porque los espiché con furia botánica). Las recogí en una bolsa de plástico grande, unas las cociné a la brasa y otras en agua hervida para comer ahí, en el instante, mis amigos, mi novio, la pareja que cuidaba la finca, sus hijos y yo, yo con la cámara documentando lo único que no salió en las fotos: mi cara de orgullo. Con la cosecha de alverjas, me aseguré de poner la cámara en automático y posar con la gente de la finca y las arvejas.

Dos años después, de ir y venir y volver sin saber bien, otra vez vuelve la obsesión de sembrar.